En 1990, Andrew Dobson, profesor de Teoría Política en la Universidad de Keele en el Reino Unido, publicó un interesante libro titulado “Green Political Thought” en el que argumentaba que el ecologismo es –por sí mismo– una ideología política. Además, diferenciaba dicha posición de las abundantes posturas y propuestas de acción más orientadas hacia el ambientalismo.
Para Dobson el ambientalismo aboga por un enfoque de gestión de lo medioambiental (administrar la crisis), mientras que el ecologismo plantea cambios radicales en la relación de la humanidad con el mundo natural, aunque eso implique cambios radicales en lo social y económico. Dado el sentido de gradualidad en la vida política del mundo, el radicalismo de los ecologistas ha permanecido en la influencia marginal y el ambientalismo ha sido más bien la política dominante.
De tal suerte, las discusiones sobre la crisis en que el medio ambiente ha sido imbuido resaltan la importancia de las medidas paliativas y de contención del problema. En pocas ocasiones los debates están centrados en el origen y las causas del problema; quizás, sobre todo, porque se les asocia a las posiciones ecologistas que devienen en críticas férreas hacia los consensos modernos del mundo: la centralidad del hombre (humanidad) en el planeta; la riqueza material como medida de desarrollo; la industrialización deseable y el supuesto de que mayor crecimiento económico significa mayor satisfacción de las necesidades humanas. Se rehúye a dichas posturas políticas porque poco se les puede enfrentar.
Es cierto que las sociedades industriales y postindustriales trivializaron o –mejor dicho– minimizaron las consecuencias de la explotación de recursos, la puesta de las grandes industrias, la contaminación de todas las maneras existentes, etc. Es decir, el dilema entre crecimiento económico y establecimiento de límites a las actividades económicas en favor del medio ambiente se resolvió a favor de la primera opción. Incluso ese es el argumento actual de las economías en desarrollo o emergentes que sostienen actividades ligadas a la explotación permanente de recursos naturales. En el texto de Dobson la respuesta es contundente: existen límites naturales al crecimiento económico y demográfico dado que la Tierra tiene capacidad limitada. La aceptación de esta conjetura tendría implicaciones en muchos niveles, pero destaca que significaría la transformación radical de modelos de desarrollo. Tiene sentido que nadie quiera o pocos deseen –en una mesa de acuerdos medioambientales– que los ecologistas más entusiastas tengan voz.
Entonces los espacios de negociación y definición de políticas para hacer frente a la crisis medioambiental del mundo se han convertido –un poco– en círculos de repetición constante de las mismas ideas, los mismos remedios e iguales obstáculos. Sin embargo, cada cierto tiempo –en buena medida por el sentido de urgencia para atender el problema del cambio climático– resuenan algunas propuestas de arreglos medioambientales con influencia ecologista. Así han sido algunas de las Conferencias de Partes (COP) de los Estados que han suscrito la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, por ejemplo, la COP 21 en París, arrojó como resultado el acuerdo de que los países implementación planes para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Aunque –siendo realistas– aunque los Estados tienen grandes incentivos para cooperar (dado el frágil equilibrio ecológico del planeta, esto pocas veces ocurre.
La celebración de las reuniones COP tiene ya una larga vida institucional, la primera se realizó en 1995, no obstante, los arreglos institucionales logrados son endebles o sumamente cambiantes. Por ejemplo, en la COP 3 de Kyoto en 1997 se logró el acuerdo de diferenciar entre países emisores (países desarrollados y economías industrializadas) y países en desarrollo. Eso significaba que existiría una distribución diferenciada de las responsabilidades frente al problema. Sin mucho signo de sorpresa, los Estados firmantes de la Convención que tienen altas emisiones y economías desarrolladas empujaron en la dirección de la uniformidad de responsabilidades. Algo similar ocurrió con el acuerdo generado en la COP 21 de París, cuando el conflicto comercial entre China y Estados Unidos derivó en la inexistencia de acciones hacia la reducción de emisiones. Es decir que los arreglos medioambientales sufren de fragilidad dado que dependen de una gran cantidad de variables, una importante es la voluntad política de la élite gobernante en los Estados nacionales.
Esta discusión es pertinente dada la próxima celebración de la COP 27 en Egipto. Es previsible que el bloque de economías emergentes rescaté –una vez más– la propuesta de que los Estados con economías más desarrolladas financien un fondo para atender las consecuencias del cambio climático en los países que tienen menores de emisión de gases contaminantes. El resultado también es previsible. En realidad, se espera con expectativas bajas que los debates sean circulares, las posiciones sean las mismas que en ediciones anteriores, empero el sentido de urgencia está más presente que nunca.
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